domingo, 27 de marzo de 2011

Mar sin sal.

Llevo bastante esperando a que me llames. El móvil me acompaña incluso para dormir, por si acaso. Pero el teléfono no suena.
No, no suena.

Sé que me dirías que me necesitas. Que me echas tanto de menos que te duele respirar. Que tienes tanta pasión en los dedos que va a explotar, y lleva mi nombre.
Me dirías que el jazz ya no suena tan melódico y que más bien te parece triste y te suena a gris.
Que cuando llueve ya no sientes ganas de correr y ser el enamorado Gene Kelly en un Cantando bajo la lluvia propio, sino que abres tu paraguas y te fundes con el resto de almas caladas hasta el corazón.
Que recorriste solo la orilla del mar y las olas susurraban mi nombre tanto que acabaste por garabatearlo en la arena con el pie. Después no te atreviste a borrarlo, simplemente permaneciste quieto dejando que se lo llevase la marea. Porque sabes que la sal cura las heridas.
Que ya no miras las estrellas ni les guiñas un ojo tras pedir un deseo, no sea que todas dejen de brillar debido a tu apagón sentimental.

Me preguntarías si a mí las sábanas no me hablan de ti, si al despertarme no me invade el blanco y negro de una película de Chaplin pero sin humor, si no me cantan las flores y me huelen los pájaros, si la Gioconda no llora, y si no me parece que todo está al revés.

Afirmarías con rotundidad que mi conversación siempre fue tu mejor lazo a este mundo, y confesarías que cada una de mis metáforas era como el primer helado de verano, ese que sabe más rico. Sin embargo, añadirías a tu confesión que, a pesar de todo, nunca podría igualarte y estallarías en carcajadas con un sonido limpio, puro, verdadero.
Después te quedarías en silencio escuchándome respirar, porque así es como te calmas. Sabrías al instante que estoy sonriendo y reirías de nuevo, esta vez suave y acompasadamente, sin querer romper la magia del momento.

Me susurrarías que la vida solo es vida conmigo. Que no te has vuelto a atrever a intentar tocar el cielo con la punta de los dedos porque todas las nubes te parecen demasiado grandes, demasiado pequeñas… demasiadas sin demasiado.
Que tiraste Amélie porque ya no querías soñar. Que regalaste a James Brown porque ya no parecía tan sencillo aquello de sentirse bien. Y que no volviste a abrir Shakespeare porque fue en los márgenes de sus hojas donde te escribí la primera vez.
Seguirías acordándote de que es una de mis grandes inspiraciones… igual que tú. Y también de que mi mayor obstáculo siempre fue el miedo, asegurando que es lo mismo que en ese momento me impide echar a correr en tu búsqueda.

Me quedaría callada, siendo yo en ese instante la que necesitaría calmarse. Y, de repente, oiría de fondo el ruido inconfundible del ascensor de mi edificio. El corazón latería a mil revoluciones por minuto, la sangre golpearía los oídos, los pies desearían correr sin tener fuerzas para andar, los ojos se moverían de un mueble a otro hasta llegar a la puerta donde… “¡Din don!”

 Y, sin embargo, el teléfono no suena. No, no suena.


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