martes, 30 de octubre de 2012

El último otoño.


Se sentó en el banco de siempre. El día era nublado y hacía algo de viento que transportaba las hojas de aquí y allá en un vaivén sin ningún tipo de sincronización. Una vez tuvo el sueño de enseñar a bailar al otoño, pero acabó por descubrir que los viejos no bailan. Bien lo sabía él.
Llevaba su sombrero marrón en la mano. Su textura era áspera y los dedos se le encajaban en los agujeros cada vez más grandes. Podía contar, si quería, la biografía de cada uno de ellos: su inicio, su nudo, y su “deshilache”… Incluso podría haber hecho un libro de poemas dedicado a ellos, pero eso de la literatura estaba hecho para los listos con gafas de pasta. Él solo sabía que un agujero podía significar el adiós de una mujer, un trabajo mal pagado y demasiadas hojas caídas en la misma acera; de hecho, en esa misma acera.
Se pasó la lengua por los labios secos y muy finos. Enfrente el riachuelo le susurraba en voz baja lo que él no quería decir, y la gente caminaba con prisas, embutidos en sus abrigos como si quisieran descubrir dónde se había escondido el verano. Apretó aún más los bordes del sombrero. ¿Qué iba a saber esa gente de lo que es un anochecer con la vida misma? El viento, el río, el cielo… y uno mismo. Él lo había hecho en tantas ocasiones que, si quisiera, también podría escribir un libro de poemas sobre eso.
Notó un agujero nuevo, todavía pequeño, y bajó la mirada hacia donde se encontraban sus manos. Eran débiles y estaban cubiertas de arrugas. Al igual que el sombrero habían perdido color y algunas manchas las volvían desiguales. Esa era la última señal. Ese nuevo agujero indicaba que el sombrero había vivido demasiado…
Se levantó despacio y se acercó a la barandilla que limitaba el río. Su mano izquierda sostenía el sombrero marrón y repasaba su contorno inconscientemente en señal de despedida. Una ráfaga de viento repentina quebró sus finos dedos e impulsó hacia el río el sombrero, que se fue volando mientras describía órbitas fantásticas, como si siguieran el compás de una canción. Él contempló el espectáculo fascinado hasta que, por fin, el sombrero se posó sobre el agua y desapareció de su vista. Entonces se dio la vuelta y comenzó a caminar. Tenía miedo, mucho miedo, pero sonreía. Había descubierto que el otoño sí que sabe bailar.


viernes, 26 de octubre de 2012

El mar de estas rocas.

¿Y si te dijese que no me apetece escribir? Sí, sabes que suelo hacerlo cuando algo va mal o cuando todo va increíblemente bien. Bueno, pues esta vez es una de las primeras. Así que supongo que ahora entenderás que no me apetece escribir, pero aquí estoy.
Esta mañana me he dado cuenta de que siempre hacemos referencia al mar como sanador de heridas, como ese componente de sal que está inmerso en las lágrimas y que nos hace sentir mejor, quizá un poquito más libres; pero también he caído en la cuenta de que el mar puede saber a herida. Después de todo, está compuesto de lágrimas de sal que pertenecen al mundo, a todos. ¿Cuántas penas habrán ido a parar a él? ¿Cuántas intenta destruir día tras día chocándolas violentamente contra las rocas? Muchas desaparecen, y sin embargo, sigue habiendo tanta sal... ¿Es que el mundo no para de llorar? Es posible que en cada giro se de cuenta de lo que estamos haciendo los humanos, y se desespere, y llore lluvia, sal, y tormentas.
¿Qué te parece? El mar siempre ha sido una gran metáfora, caben en él tantas cosas... Yo creo que está vivo. Podría entonces pensar que las rocas deberían estar enfadadas con él con tanto golpe, pero incluso ellas conocen su cometido, y se entregan en esta vida a ayudar a romper las penas. Están allí, quietas, inamovibles. En el colegio nos enseñan que es un fenómeno llamado erosión el que las va destruyendo o haciendo cambiar de forma, sin embargo yo sé que esa tal erosión es el debilitamiento, la misma muerte de las rocas que ya no pueden hacer más de escudo. Después de todo, no son inmortales, y aún así, entregan toda su fuerza, toda su existencia, todo su ser, a ayudar al mundo a ser un poquito mejor.
No creo que ya nadie se atreva a hablar de las rocas como seres "inertes", es un término tan feo...
Hay personas que son mar y rocas, ¿te das cuenta? Cuántas olas intenta golpear el corazón contra el alma... Piénsalo, estamos hechos de fuerza, no entiendo por qué hay tantos que la desechan, ¿será que no les gusta el mar?
Creo que debería ir dejando de escribir, para no apetecerme he puesto mucho de mí en estas letras, como siempre, como espero que siga siendo siempre. También hay sal en las letras de un escritor. Curan, y al mismo tiempo representan heridas. Es la función que cada uno escoja, ¿no? O quizá la que el corazón ordena, sabio y fuerte, para que el alma recupere y vuelva a ser escudo (ésta sí, seguro que sí, inmortal)


miércoles, 24 de octubre de 2012

Tan personal...

Me gustan tus defectos. Fueron los que hicieron que me enamorase de ti. Las personas hablan del amor e incluyen definiciones casi perfectas de la persona a la que aman, comentan su piel suave, su mirada profunda, sus labios, y en definitiva, lo más fácil de amar. Pero amar, amar desde dentro, significa enamorarse de lo más difícil. Me gusta no saber entenderte a veces, porque supone un esfuerzo por mi parte, y un recordatorio de que no todo está bajo mi control. Me gusta discutir, enfrentarnos, llegar a odiarnos en algunos momentos, para regresar con fuego en las yemas de los dedos, dispuestos a arder en la misma hoguera, amándonos tanto que parece un sueño. Me gusta que mantengas los pies en la tierra, porque así yo puedo enseñarte a volar. Me gusta que casi no tengas tacto con nadie, que tus verdades sean ácidas, que te dé igual reírte como un loco en cualquier ambiente, que te obsesiones con una idea un día y no acordarte de nada al siguiente, que cuando haya algo que te ilusiona no duermas ni me dejes dormir, que odies los silencios que yo a veces necesito, que te cueste afirmar que no llevas razón y aún más, que yo la tengo. Y así, miles de cosas. Las odio, todas ellas, y por eso las amo. Estoy enamorada de cada defecto, mucho más que de cada virtud. Ya sabes que lo nuestro es amor y odio. Te odio tanto a veces que te amo con locura. Y te amo con todo lo que soy, por todo lo que eres, por todo lo que somos y deseamos ser, y cuando digo todo, es todo. Por todo.





martes, 16 de octubre de 2012

Desde el interior, al exterior.

Suspiras. Te ha comido la lengua tu boca. Vuelves a suspirar. Yo estoy sentada en otro sillón, en la misma habitación, y me cuelgan los pies, soy tan pequeña...
¿Qué piensas? Dicen que los ojos son el reflejo del alma. Miro los tuyos. ¿Estás bien?
Hay tanto silencio que oigo cómo se mueve la flecha de mi reloj. Fue un regalo, ¿sabes? Un día lo vi, y me gustó muchísimo, pero no tenía dinero. Al día siguiente él me lo había comprado.
Soy tonta, no sé por qué te cuento esto, bueno, en realidad no sé por qué me lo cuento a mí, porque aquí solo hay silencio, salvo en mi cabeza.
No, no suspires de nuevo, no sé qué hacer... ¿Me ves? ¿Eres consciente de que estoy aquí? Estoy aquí. Y además no me voy a ir.
La mochila de la vida tiene reservada cargas tan imprevistas... ¿Imaginabas que...? Seguro que no. Yo, al menos, no. Soy de mentalidad tan idealista que todo me parecen estrellas, aunque se hayan olvidado de cómo brillar. Y tú... bueno, tú te olvidaste de brillar tanto tiempo que ahora no recuerdas ni qué estrella eras, o peor, ni siquiera que eras estrella... ¿Dónde dejaste tu cielo? ¿Sabrías volver? A lo mejor necesitas uno nuevo, uno a tu medida, para ti, para encontrarte, para ser.
Me siguen colgando los pies. Los muevo hacia delante y hacia atrás. Qué pequeña. Y sin embargo noto dentro de mí un corazón que inunda la habitación, la casa, la ciudad, el mundo. Un corazón siempre en mano. Soy así. A lo mejor eso tampoco lo sabes. O quizá sí. Vuelvo a mirarte los ojos. Sí, sí lo sabes.
Te sonrío un poco, temes ese gesto, tu inseguridad se ha transformado en miedo con el tiempo, tienes miedo de todo. Pero aprieto tu mano, bajo los pies, y así, me voy de la habitación.
Qué pequeña, yo, tan pequeña, pero sé, lo sé, que conseguiré hacerte sentir grande, y que volveré a verte brillar, solo que esta vez brillarás de verdad.





jueves, 11 de octubre de 2012

Rayo de sol.


El alma suda lágrimas que con los ojos no se pueden echar. Los abrigos ya no cumplen lo que deben, no calientan, se dejan llevar por los descosidos, los rotos, que un día historias, y ahora sólo… huecos que llenar.
¿Qué le digo a mi paraguas? Si nunca le quise, le aborrecía, y quizá ahora deba volver, y pedirle auxilio, pedirle que me guarezca de esta lluvia que no cesa, y que es capaz de matarme ahogada.
¿Qué le digo a las tiritas, a los parches, a los remiendos? Si de nada sirvieron, sólo para llevarse mi Confianza hacia otro lugar, ella sí rota. Yo la recuerdo, muy segura, tan fuerte como podía serlo, mirándome y diciéndome: "sí puedes". Y yo podía. Pero ahora nadie me mira, sólo yo, ante el espejo, tan fuerte como puedo serlo, y me digo: "claro que puedes". Lo que pasa es que me falta su manera de hacer que todo parezca más fácil. Seguiré llamándola, seguro que vuelve, si, al fin y al cabo, es mía, y yo suya. Volverá. Ella también me busca.
De las zapatillas ya ni hablamos. Hace unos días que andan solas, dicen que están enfadadas, que no las llevo al mismo paso, que las he prohibido saltar. Y yo las digo que no soy yo, que es este temporal furioso, que odia que salte los charcos. Así que me empapo una vez más, aún sin paraguas, con el aguacero de esta nube demasiado grande, que ha secuestrado al sol. 
Sólo que, aun sin abrigo, sin tiritas, sin la confianza a mi lado, sin paraguas, y con las zapatillas algo enfadadas, de vez en cuando logro atisbar un rayo de sol, y dejo que brille, que me brille, y brillo. Pese a todo, brillo. Y frente al espejo, me guiño un ojo, "claro que puedes".