miércoles, 27 de noviembre de 2013

La rosa que escribía entre la nieve.

Nunca sabe cuándo será la siguiente ocasión en que las palabras broten de sus manos, de sus dedos, de su alma, en una avalancha de sal, lágrimas, luz y primavera. Pero a veces, cuando ni siquiera cree que le quede tinta en ese pequeño -e inmenso- cajón donde se guarda a sí misma, vuelve a salir, explota, y la tinta vuelve a rodearle, a hacer que se sienta en casa.

A veces el frío congela sus pétalos, y las espinas se clavan como picos de hielo en nieves perpetuas. Qué pequeña ella, sola en el invierno, esforzándose por adquirir un rojo más intenso y así hacerse ver, y así volver a ser la reina de las flores... Nadie le ha explicado que las rosas no florecen con el frío, así que ella sigue intentándolo.
Sin embargo, cuando sus fuerzas parecen darse por vencidas, en la calma que antecede a la peor tormenta, se da cuenta de que ella ya es una Rosa, no necesita florecer, sólo guarecerse, sobrevivir, y volver a desplegar sus pétalos en la primavera. Ella ya es tan roja que podrá absorber la sangre de sus heridas evitando cicatrices, seguirá poseyendo espinas, seguirá siendo hermosa, inmensa, y sólo así, en medio de la nada, única.

Ella cree que el invierno es demasiado frío, pero a veces también se le olvida su capacidad de ser sol. Se siente pequeña, pero su corazón sigue siendo inmenso. Se siente perdida, pero sus pasos siguen siendo luz. La mujer que siempre seguirá siendo niña, la niña que siempre será una mujer.
Y ahora que puede, escribe, escribe hasta dejarse en tinta, en pétalos de palabras, en sensaciones. Escribe en rojo, rojo sangre.



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