domingo, 20 de marzo de 2016

Expresarse es un deber.

Las cosas deben decirse cuando se sienten, cuando se piensan cuando nacen del corazón y recorren cada vena para salir por las manos, los dedos de los pies, la boca.

Las cosas deben decirse cuando el otro está, cuando nosotros estamos ahí, aún -quién sabe por cuánto tiempo-.; cuando todavía no ha habido despedidas por parte de nadie.

Las cosas deben decirse, escribirse, expresarse; las palabras nos necesitan, y aún más nosotros a ellas. ¿Por qué entonces tanto silencio? Si ellas están ahí, ¿por qué no las dejamos salir? ¿Por qué silenciamos al corazón? Vuelven así las palabras mudas, emprenden su camino de vuelta cabizbajas, tristes, sin haber cumplido su cometido; y cuando llegan de nuevo al corazón éste las acoge junto a tantas otras más. Y así ocurre que, a veces, el corazón está tan lleno que se desborda; y todas las palabras brotan sin orden, confusas, perdidas, sin su sentido inicial. 
Y en otras ocasiones, las palabras consiguen salir. Pero ya es tarde, y no hay nadie que las oiga, lea... y las sienta; y mueren, como la esperanza, mientras afuera el cielo llueve para decirles adiós -o para recibirlas allá arriba, quién sabe-.
Por eso las cosas deben decirse, sólo así la palabra se expande, se extiende, alcanza otros corazones, se recicla, crece, aprende, vive. Qué casualidad: como nosotros.

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