Hace mucho ya que aprendí que una hoja blanca es blanca en cualquier  sitio, y cuando la tristeza, o el negro interior apremia, qué importa un  bus lleno de gente, o qué importa una letra desordenada y a trazos por  sus movimientos... ¿No es la vida la que más acelera y frena sin previo  aviso?
Sí, hace mucho que aprendí que escribir, igual que sentir, se puede  hacer en cualquier sitio. No hablo de literatura, aunque ésta esté de  fondo en todo yo; hablo de mí, de este bus, de este color rojo sangre,  que a ratos duele y a ratos me entrega a la tranquilidad del desmayo por  ese dolor. 
Pobre niña pequeña con su gran maletín de mayor, tan grande como los  sueños que transporta, y ella... ella tan pequeña como una niña,  embutida en planes, reuniones, americanas serias, conferencias, libros y  nombres de señores que todo el mundo le dice que son importantes. 
Pobre niña, ¡qué va! Todo son sensaciones... Y yo soy esa niña, y el  dolor de este bolígrafo, y el agobio de este bus que reserva un asiento  para minusválidos sentimentales, lo que pasa que el mundo no lo ve, y si  lo ve, lo tapa, o qué se va a hacer, si cada vez hay más de esos y  menos de aquéllos. Y yo ensayo. Y ellos ascienden y ocupan despachos. 
Hace mucho aprendí que la vida es de uno, pero depende de muchos, y hace  mucho aprendí que jamás aprenderé a dejar de ser tan niña, esa niña,  esta niña, que escribe con el bolígrafo del corazón, y que vive con el  corazón en la tinta, y en la mano... sobre todo en la mano...
Y ahí está, ella, o yo, inmersa en sí misma y en todo, en un cataclismo  existencial o en un día con dolor de ser y no ser cosas que soy y no  soy. -Qué fillósofa... y escritora-.
La mujer de enfrente me ha dicho que aprovecho cualquier espacio, qué razón, cualquiera me vale, ya lo he dicho. 
Voy llegando a mi destino con más ganas de seguir viajando, con el  ronroneo suave y brusco, como el día, como mi cabeza, que me permite  escribir y escupir lo rojo que me sobra hoy (o quizá, mejor dicho, que  me hace falta)

