A veces es tan sencillo como un libro que espera, un "hasta
mañana" cerca, muy cerca, en la oreja, o un último tacto, piel con piel,
despidiendo a la noche, y a los sueños de ese día -que necesitan también
descansar para poder seguir alzando el vuelo al abrir los ojos-.
Otras se vuelve más complejo, como si la tormenta de fuera asustara de
verdad, siendo una excusa para recordarte que me abraces, que bailemos juntos
bajo la lluvia, como aquélla vez, como tantas veces; o como si no hubiera olor
en esta habitación, y necesitara pedirte, a tamaño industrial, un perfume de tu
piel y desparramarlo después por los cojines, las sábanas y mis manos, mientras
me río, y tú me miras con ese gesto.
Pero en definitiva es simple, cercano, mío, cuando puedo rozar tu voz en la
comisura de tus labios, o cuando puedo yo, asustada y fría, recordarte que a
veces, las más fuertes, son las que más necesitan la paz del hogar -un corazón
con las manos abiertas-. Y digo que es simple porque tú y yo, dos ciegos y
mudos, somos los que, unidos, se miran y se hablan, aunque afuera estalle el
odio, o las noticias auguren el Diluvio Universal.
Pero todo se vuelve enrevesado cuando la tormenta es realmente una
tormenta, cuando el libro es sólo un libro y no un "hasta mañana", o
cuando mis pies fríos no encuentran refugio entre unas sábanas que han colgado
un "se busca por motivos personales". Entonces, le pido a la noche
que me narre cuentos, sin darme cuenta todavía de que quizás la luna se inventó
para consolar a los poetas que echaban de menos.
Y aquí estoy esta noche, preguntándole al tiempo cómo lo hace para ir tan lento
en ocasiones, y otras tan rápido; y rogándole una vez más que me conceda un
minuto eterno la próxima vez que se nos olvide que hay mundo más allá de
nuestras bocas. Pero él, que ya me lo ha repetido millones de veces, me habla
de vuelos, sueños y alas; y en su tic-tac me marca el latir que supone crear
toda una vida, un futuro donde tú y yo somos los autores. Aunque para eso, dice,
hay que dejarle funcionar a su ritmo.
Y yo, como siempre, al final le creo.
Así que escribo, te escribo, recordándote que aún no me ha llegado tu
perfume, aunque aún me quedan restos de ayer, y voy tirando. Pero júrame, y
júramelo de verdad, que me lo mandarás. Así me quedo tranquila, repitiéndole vehementemente
a las sábanas que vas a volver, porque si no, me han advertido, no me dejarían dormir
–nunca más-.
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