Más que una carta, te mereces un libro entero. Pero no podía
dejar escapar estos ratos en los que te echo de menos tanto que no paro de imaginar
lo que sería si aún estuvieras aquí, tú, entera.
Ha sido un año difícil. Y sin estar aquí has sabido
demostrarme la gran fortaleza que se ubica en el corazón de una familia unida.
Y digo sin estar aquí, aunque en el fondo sí que has estado… Apareciste como un
arco iris en una gran tormenta, tan en calma como siempre, serena, en paz, pero
increíblemente fuerte. Y a los pies de la cama del desequilibrio, supiste hacer
del apoyo familiar un pilar indestructible; nos dijiste, sin palabras, que no
nos ibas a dejar caer. Y así fue.
Muchos me dirán que no es algo real. La muerte es el final,
aseguran. ¿Y cómo explicarles yo la verdad que siento tan dentro? Saberte aquí,
dándome aliento cada vez que creo que no voy a llegar a la meta, demasiado
cansada para darme cuenta de todas las metas que ya he ido dejando atrás… ¿Cómo
argumentar que sé que no te has ido y que, en el fondo, nunca te irás? Hubo
quien me dijo que alguien sólo muere cuando desaparece del corazón de los suyos…
Temo decirte entonces que tú serás inmortal.
Tampoco intento retenerte aquí. La vida es un ciclo que todos
hemos de pasar, y conlleva un final. Sin embargo… ¿cómo dar final a un alma tan
grandiosa como la tuya? Fuiste siempre un corazón abierto, dispuesto a dar
hasta el último latido… E increíblemente, aún sigues ayudando a que los
nuestros no pierdan la fe. Fe en la vida, en lo que hace que ésta sea un viaje
inolvidable.
Sí… Me acuerdo tanto de ti. No puedo parar de pensar en
tantas cosas… En el día siguiente de tu funeral, asistí a un concurso literario… El tema trataba de las relaciones
intergeneracionales, y escribí sobre ti. Estabas allí. Igual que cuando
anunciaron que el primer premio era mío, y leí delante de todos lo que para mí
fue la mejor despedida que podía darte. Me decías que jamás dejase de creer que
los sueños pueden cumplirse, que todo esfuerzo tiene su recompensa.
Después, como decía, te instalaste en las cuatro paredes de
lo que parecía un laberinto sin salida. Y nos mostraste el camino, en silencio,
guiándonos con tu luz. Y nos enseñaste cómo, aunque la oscuridad parezca
absoluta, siempre hay un resquicio para ver las estrellas y esperar a que salga
de nuevo el sol.
Viniste y te fuiste casi volando como una paloma. Alzaste el
vuelo dejando tras de ti la estela del camino a seguir… El trazo fino que deja
un ángel al pasar por esta vida.
-Estoy ahí- nos decías. Pero sabías que ya podías irte, que
habíamos aprendido que las huellas de la vida son imborrables, pero que siempre
existe la oportunidad de crear unas nuevas, esta vez, mucho mejores.
Y hoy, aquí, a punto de acabar mis estudios, al menos la
parte universitaria, me pregunto cómo sería poder llamarte y decirte que ya
está, que he terminado, que he podido con todo. Y tú seguramente te reirías con
esa risa tan tuya que aún resuena en mi cabeza, y no dirías mucho más, porque
tú, como buen miembro de la familia, no eras de palabras.
Me pregunto cómo sería que pudieras venir aquí y ver cómo he
crecido, cómo me he convertido en una mujer, y cómo no he olvidado el ejemplo
que me diste. Que vieras que he aprendido bien que lo que importa es tener buen
corazón, y reír, reír mucho… Como tú también reías.
No es una carta de despedida, sólo una carta. Porque como
decía, sé que estás aquí, y a la vez no. Pero de igual manera, te quiero.
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